Chola, posmoderna andina, emergente, cohetillo, híbrida, fusión, ecléctica, barroco contemporáneo… Los nombres con los que se ha tratado de bautizar el nuevo estilo arquitectónico cada vez más presente en El Alto y La Paz son tan variados y variopintos como los colores, adornos y vidrios que cubren las paredes de estos edificios.
Es imposible no verlos por sus tonos chillones, vidrios reflectantes y llamativos aderezos, o por su estructura que, a veces, es coronada con un chalet en lo alto.
Su vistosidad llama la atención de los que no participan de esta nueva y particular forma de hacer viviendas y negocios. Arquitectos, vecinos y turistas ponen su mirada, y su crítica, sobre estas infraestructuras. Tras el primer impacto, las reacciones se podrían agrupar en dos, según el arquitecto Carlos Villagómez. Por un lado, están los que menosprecian esta forma de construir y que “no la consideran arquitectura”, sino estilo decorativo; por otro, hay quienes opinan que este estilo es “la verdadera expresión de la ciudad de La Paz”, la más genuina. Puede parecer, en términos simples, bonita o fea, pero tiene detrás toda una simbología que identifica a un sector de la población que ha creado algo propio: la nueva burguesía comerciante y transportista de las ciudades de El Alto y La Paz. El debate está servido dentro del colectivo de urbanistas, que no llegan a ponerse de acuerdo ni tan siquiera en cómo llamarla.
Hay quien denomina esta arquitectura como “chola” porque es construida, en su mayoría, por y para los “nuevos ricos”, como los define David Vila Fonseca, arquitecto y docente investigador de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), miembro del grupo Esencias Urbanas de este centro educativo. El calificativo puede sonar discriminatorio, pues en su mayoría son comerciantes y transportistas los que encargan estos inmuebles.
Carlos Villagómez la ha rebautizado como “arquitectura cohetillo”, aunque el nombre no es de su propia cosecha. Se lo escuchó decir a un cliente que le pidió un edificio así de explosivo. “Se estaba refiriendo a toda la apariencia, vivacidad y delirio que hay en los salones de fiesta”, en los que se celebran prestes, matrimonios y otros festejos, que abundan en El Alto y en algunos barrios populares de La Paz.
No está claro cuándo surge esta forma ni quién la inicia. Para Villagómez, es una mezcla de festejos tradicionales como Gran Poder, las casas en miniatura de la Alasita y la vestimenta folklórica, que se plasma en una nueva forma de construir edificios para la “nueva burguesía marginal” de los barrios populares.
El arquitecto Randolph Cárdenas calcula que las primeras manifestaciones arquitectónicas de este estilo se dieron hace no más de 20 años, en El Alto. Este urbanista titulado por la UMSA es uno de los autores de una investigación sobre el tema, titulada Arquitecturas emergentes en El Alto. El fenómeno estético como integración cultural, publicado por el Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) en 2010. Cuenta que en la facultad había una “categorización muy, muy despectiva” de esas construcciones. “Uno no deja de preguntarse: si a uno le están enseñando una cosa en la facultad, pero lo que tiene éxito es otra cosa en la calle, ¿quién está fallando?”. En la universidad se enseña, a su parecer, “arquitectura importada”: “No puedes decir que esto (lo que se construye acá) es arquitectura boliviana. Lo habrá hecho un boliviano, y estará en Bolivia, pero esto no es arquitectura boliviana”. Estas dudas, y su “compromiso personal” con El Alto, su ciudad, le llevaron a hacer la investigación.
Randolph estudió también Antropología. “Ha sido un paso para eliminar los grandes prejuicios con los que salimos (de la universidad) los arquitectos”. Él prefiere la denominación de “arquitectura emergente” por ser, considera, un término más abierto y que se corresponde con el proceso de construcción en el que todavía se encuentra el nuevo estilo.
Los orígenes
Los edificios de la arquitectura “cohetillo” o emergente tienen varias plantas. En el inferior suelen colocarse los negocios: galerías comerciales, restaurantes, baños públicos… Esta forma de casas se remonta hasta las viviendas que surgieron alrededor de la estación de tren de El Alto, a principios del siglo XX. Allí se asentaron emigrantes del área rural que reprodujeron su modelo de casa con habitaciones alrededor de un patio central. Aparecieron, también, diversos establecimientos que solían estar en la parte delantera del habitáculo, mientras los dueños vivían en la parte trasera. Con la mejora de los conocimientos sobre construcción, así como de los materiales, se empezó a levantar un primer piso, al que se mudaron los propietarios, y se intervino la fachada.
Durante la investigación, el urbanista se encontró con un vecino, Fernando Quispe, que le habló de la primera “casa de piso” que apareció en El Alto, allá por 1988: tenía la fachada verde (color predominante en la actualidad), estaba en Villa Adela y era de la familia Chinchero. Tras ella, fueron surgiendo otras similares. Si la construcción tenía terraza, hacía las veces de patio central de la vivienda tradicional.
La tecnología ha jugado un papel importante en la aparición del estilo emergente. Antes, el revoque se hacía con cal y colores tenues, la mayoría obtenidos con tintes.
Con la introducción del aluminio y el vidrio reflectante, así como con la mejora de los conocimientos sobre la construcción y del manejo del hormigón, comenzaron a proliferar los edificios “cohetillo” tal como hoy se ven en El Alto y algunas zonas de la urbe paceña (Gran Poder, Villa Fátima, etc.).
Hay varios tipos de construcciones dentro del nuevo estilo arquitectónico: el colonial (con cornisas, balaustres, columnas...); rústico (con vigas de madera a la vista, mampostería de piedra y ladrillos vista); moderna (con vidrios reflectantes) y “chaletcito”. Éste último, probablemente, sea de los más llamativos. El propio Carlos Villagómez no deja de sorprenderse: para él es como si se hubiera elevado la vivienda con grúa hasta arriba de la estructura. “No tiene nada que ver con el edificio, simplemente han suspendido la casa ahí arriba”.
La mayoría de las veces, esta forma de construir implica poner un chalet en lo alto del edificio, pero también se denomina así a las que tienen techos vistos (es decir, que forman parte de la fachada y se pueden observar desde la calle, y no están cubiertos de calamina) o un balcón, fuente o altillo. Villagómez aventura que, así, el propietario piensa que nadie le va a tapar el sol, o que va a ser más difícil que logren llegar los ladrones. Hay que tener en cuenta también que la altura es considerada culturalmente un símbolo de progreso y, “en el área andina, el prestigio social suele ser muy importante”, resalta Cárdenas.
El edificio no es sólo el techo bajo el que se refugia la familia, sino que hasta contribuye al sostenimiento de ésta. Además de los negocios a pie de calle, bien de personas que alquilan los locales o de los mismos propietarios, en la segunda planta hay salones de eventos, restaurantes, academias, talleres textiles… Los siguientes niveles son departamentos que también pueden servir para lucrar, mediante alquiler o anticrético; en muchos casos, son parte de la herencia que los propietarios dejarán a sus descendientes.
En lo alto vive el dueño, ya sea el último piso o bien en otra estructura sobre el edificio. “Empiezan a aparecer cosas extrañísimas como los chalets que están encima de las construcciones”, insiste Villagómez: el “chaletcito”, como lo denomina Cárdenas. Es “como trasladar la casa del campo al edificio”, opina David Vila, para quien el estilo emergente es una especie de collage de elementos arquitectónicos del mundo clásico, moderno y contemporáneo, al que los propietarios añaden símbolos de sus raíces. La cruz andina es un componente recurrente, tanto en la forma de las ventanas como en la decoración de paredes, puertas y suelos.
Aunque arcos, balaústres, columnas y otros elementos de los diferentes tipos de arquitectura occidental pueden aparecer en los frontis y en el interior de los salones de fiesta, Cárdenas sostiene que esta tipología es algo más que un alocado copia y pega. No es una “manifestación totalmente nueva”, describe, porque la gente toma referentes de otras edificaciones, pero no los reproduce tal cual. Lo que se pide al constructor es: “Como de mi vecino, pero mejor”, relata el arquitecto Emerson Millán al investigador. Es por ello que los habitantes de estos espacios se muestran muy celosos ante las fotos y las miradas demasiado atentas. Cárdenas recuerda una anécdota al respecto que le contó un hombre indignado que había diseñado su casa: “Un arquitecto que estaba aquí, ha trabajado ahí también (para otro), igualito que aquí estaba haciendo…. Todo estaba copiando, yo le he ido a buscar al dueño siempre, ya molesto le quería pegar, le he dicho: ‘Por qué están haciendo así, estos diseños a mí me cuestan, tienes que cambiar’”. Ocurre que la fachada es el “espacio de expresión de la persona, de la familia”, explica el urbanista alteño. Por ello, y por la inversión económica y de tiempo que demanda una obra así, los propietarios no pueden permitir que venga otro y la plagie. Habría que preguntarle a arquitectos famosos como Calatrava o Foster qué sentirían si, unas cuadras más allá, vieran que alguien está levantando una estructura idéntica a la que ellos están haciendo.
Los arquitectos son actores prescindibles del proceso de construcción. Frecuentemente se les contrata únicamente para la elaboración de los planos, necesaria para la legalización de las obras. Hay quien sí cuenta con el trabajo de estos profesionales para todo el proceso, pues es también una forma de darse importancia y prestigio, ya que pagar sus honorarios, que no está al alcance de todos, es un añadido que enorgullece al propietario.
Aunque las personas son reacias a hablar de cantidades económicas, el investigador da una cifra aproximada: el metro cuadrado cuesta alrededor de 300 dólares.
Muchos de los entrevistados por este arquitecto han reconocido que están totalmente endeudados. Una familia trata de tener este tipo de casa por el prestigio social que implica, independientemente de que la pueda pagar. Importa más el qué dirán. Una forma de abaratar costos es acudir directamente a un albañil, sin contar con el arquitecto. “El maestrito es nuestra competencia”, manifiesta David Vila. Es él quien da consejos sobre qué hacer y edifica según sus conocimientos empíricos. Es frecuente, explica el estudioso de este fenómeno, que el obrero sobredimensione los pilares principales para evitar desplomes.
El boceto inicial no llega a coincidir con el resultado final. De hecho, es un proceso que se termina a la par que el edificio, o después (suelen hacerse cambios), del que participa toda la familia y el albañil. Es el caso de don Adolfo, dueño de una llamativa casa en la zona alteña de Villa Adela. quien abrió su casa a Escape en compañía de don Marcos, el obrero que la construyó. Al entrar en la planta baja, el propietario explica que, cuando se empezó a construir, iba a ser un garaje. Acabó siendo una vivienda de tres alturas, tras dos años que ha empleado el “maestrito” para levantarla y decorarla.
Cuando la estructura estuvo terminada, se dio una situación habitual en todo proceso de edificación de un inmueble “cohetillo”: el propietario tuvo que elegir la decoración. Pero no se trata de una sola persona: este actor es la familia al completo que sale de la casa, da media vuelta, levanta la vista y, observando el muro desnudo, se plantea: “¿Qué colocamos?”. Con ayuda del albañil, don Adolfo, su mujer y sus hijos decidieron con qué componentes iban a decorar la vivienda (ver foto de la tercera página de este reportaje).
Una historia visual
Es inevitable pensar, mientras don Adolfo explica el sentido de los detalles pintados, en los textiles andinos, donde se resume la historia de una familia o de una comunidad. Pues bien: el frontis está dividido en tres, cuya parte central sobresale a las otras dos. En ella hay una barca de totora, que representa el origen del cabeza de familia, (hombre oriundo de una comunidad a orillas del lago Titicaca). Más arriba destaca una Puerta del Sol tiwanakota, a través de la cual puede verse un Illimani del que emana un riachuelo que pasa por verdes prados. En los laterales, encuadrando las ventanas que hay en cada uno de ellos, hay ocho rombos divididos en cuatro, uno por cada miembro de la familia (ahora, cinco años después de la construcción, ya son seis los integrantes y nada impide que se añadan los símbolos de ese crecimiento).
Las gotas que ocupan el resto del espacio (parece que hay una especie de horror al vacío, propio del estilo barroco) tienen también su razón de ser: cada vez que la familia organiza una fiesta, llovizna. “Sólo caen gotitas, yo pienso que es como una bendición”, dice don Hugo. Los delfines y caballitos de mar que hay en la parte baja representan, según el dueño, el signo zodiacal de su mujer, quien es de Piscis.
Los colores tampoco son producto del azar: el azul de la pared y el amarillo de los adornos corresponden a una de las fraternidades de morenada más importantes del Gran Poder, Los Fanáticos, de la que es parte la familia. El derroche de color y ornamentación se cuela dentro de las viviendas, incluyendo las galerías comerciales y, por supuesto, los salones de eventos. Éstos “son la expresión más acabada de las arquitecturas emergentes”, afirma Cárdenas. “Existen salones de fiestas que ya quisiera haberlos imaginado Fellini, pero ni con toda la mota del mundo”, señala Villagómez, cuyo humor alcanza incluso al nombre de un grupo de estudio de la arquitectura “cohetillo” que él impulsó: la FEA (Fundación de Estética Andina). Iba dirigida a “destronar” la idea establecida de qué es arquitectura, de qué es bello, influenciada aquella por el pensamiento occidental.
Bromas aparte, esta manifestación colectiva no puede expresarla cualquiera. “No me da la talla”, reconoce el arquitecto paceño. Él ha tratado de hacer este tipo de edificios. “Estoy terminando unas cosas y al lado están haciendo cosas muchísimo más delirantes”. Reconoce estar formado bajo el prisma prooccidental. “Debe existir en uno mismo una reeducación de lo que realmente entiendes como arquitectura”.
En ese sentido coincide con la visión de Cárdenas, quien propone, como verdadera técnica de descolonización, incluir en la formación académica teorías nuevas y autóctonas con las que los arquitectos puedan atender la demanda de un sector numeroso de la población, que requiere cada día más de esta arquitectura emergente y que, en opinión de Villagómez, atrae al turista más que los edificios coloniales. Ya han creado un paisaje cultural que está viajando a otros puntos del país junto con los emigrantes de La Paz y El Alto y que cada vez son, en palabras del urbanista, “mucho más expresivos, mucho más delirantes. Es decir, una verdadera explosión de cohetillos y petardos”.
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